Ernesto Munoz Chambe comenta el cuestionado proyecto contra la reincidencia que buscaría mejorar la persecución penal

El día 5 de junio de 2024, fue aprobado en el Congreso Nacional el proyecto de ley propuesto por Luciano Cruz-Coke, Luz Ebensperger, Felipe Kast, Manuel José Ossandón y Ximena Rincón, que pretende modificar diversos cuerpos legales, con el objeto de mejorar la persecución penal, con énfasis en materia de reincidencia y en delitos de mayor connotación social (Número de boletín 15661-07).

El proyecto iniciado por moción el 11 de enero 2023, se encuentra actualmente en trámite de aprobación presidencial y según refiere el mismo, tiene como objetivo hacer “más eficiente” el sistema de persecución penal sin reducir garantías procesales ni afectar los mecanismos de resocialización penal actualmente vigentes mediante la Ley 18.216, de modo que se establezcan las bases normativas que permitan aumentar la probabilidad de que los responsables de los delitos sufran las condenas previstas por la ley y se pueda distinguir adecuadamente entre primerizos y delincuentes habituales.

Sin embargo, las loables finalidades que pudo tener el legislador con este proyecto, habida consideración del aumento en las cifras de criminalidad violento, quedan en entredicho con el texto aprobado por el Congreso, que introducen cambios sustantivos al proceso penal, que poco y nada tienen que ver con otorgar una respuesta proporcional a primerizos y reincidentes.

Las principales modificaciones que introduce el proyecto son las siguientes:

Del análisis de todas estas modificaciones, puede desprenderse que efectivamente el legislador pretendió “mejorar” la persecución penal con estas reformas, y así se entiende por ejemplo la “unificación” de la cooperación eficaz en una sola regla (antes dispersa en diversas leyes especiales), que fija claramente los márgenes de su procedencia y eficacia, e incluso estableciendo la posibilidad de otorgamiento en la determinación de pena, sin que haya sido previamente reconocida por el ministerio público (posibilidad sumamente debatida con la legislación vigente), y también pueden considerarse inmersas en esta finalidad, con el énfasis señalando en distinguir entre primerizos y reincidentes, la regla especial de determinación de pena para los segundos (se extraña eso sí, como contrapartida, algunas reglas de trato preferente para los primerizos), la limitación del principio de oportunidad, y la una suspensión condicional del procedimiento para el tratamiento problemático de drogas y/o alcohol.

Otras reglas resultan sumamente interesantes para los efectos de descongestionar el proceso penal, y la extensión desmesurada que están teniendo muchos juicios orales (sobre un año), otorgándole un marco de acción mucho más amplio al juez de garantía en materia de convenciones probatorias, y sin perjuicio de lo anterior, estableciendo plazos para recurrir de nulidad contra las sentencias definitivas acorde a la duración que están teniendo muchos juicios orales (en armonía con el plazo judiciales otorgados para comunicar la sentencia).

Sin embargo, otras reformas, lejos de mejorar la persecución penal, vienen derechamente a consagrar de facto instituciones cuya procedencia resulta sumamente cuestionada por la doctrina y la jurisprudencia, por afectar el debido proceso, que por más modificaciones que haya sufrido, sigue siendo una garantía establecida en favor del imputado, ya que finalmente sigue siendo él quien se enfrenta al ejercicio del ius puniendi, teniendo únicamente como contrapartida para ello, el conjunto de garantías que componen el debido proceso, y que constituyen el presupuesto de legitimidad de dicho ejercicio en una sociedad democrática.

Así por ejemplo ocurre con la “reformalización” de la investigación. Si actualmente la formalización de la investigación no puede ser objeto de ningún control de mérito judicial, la jurisprudencia había al menos establecido un criterio sustantivo en orden a que la “reformalización” de la investigación (que no se encontraba regulada en la ley), podía circunscribirse a precisar los hechos formalizados, pero en ningún caso a sumar discrecionalmente hechos y delitos.

Pues bien, el legislador, optó por el camino más fácil que poco y nada mejora la persecución penal: permitir una reformalización sin ningún tipo de límite en cuanto a delitos que se puedan agregar o sumar, ni veces que se puede solicitar. Con esta norma el fiscal lejos de tener un incentivo en mejorar la eficacia de la persecución penal, lo tiene para efectos de formalizar la investigación cuando quiera y ni siquiera teniendo claro los hechos que comunicará al imputado, puesto que siempre podrá pedir una modificación de los mismos a través de la reformalización. Con esta norma la formalización pierde de cuajo su faz garantista, en orden a que el imputado conozca claramente los delitos por los cuales está siendo investigado: aunque los conozca, el ministerio público puede cambiarlos como, cuando (mientras la investigación no esté cerrada) y donde quiera.

Idéntica situación ocurre en relación a la suspensión del procedimiento por enajenación mental. Dado que no había claridad en el estándar que requería las presunciones de inimputabilidad ni tampoco en la procedencia de medidas cautelares estando suspendido, el legislador optó por la solución más efectista, pero pomo efectiva: elevar el estándar de los antecedentes requeridos para decretar la suspensión del artículo 458, y estableciendo la procedencia de cualquier medida cautelar (incluida la internación provisional) estando suspendido el procedimiento a la espera del informe médico-legal.

Finalmente, si bien pueden entenderse ciertas medidas de protección establecidas en favor de víctimas, testigos, “informantes” e incluso fiscales, como la declaración de manera remota y el acceso limitado a los “registros” en donde conste la identidad de los mismos, hay otras que constituyen verdaderas estocadas al núcleo del debido proceso, como la posibilidad que se excluya del debate cualquier referencia a la identidad que pueda poner en peligro su protección, o la reserva de la identidad del fiscal o del abogado asistente de fiscal en los registros y documentos que se deban poner a disposición de las partes o que deban ser presentados o evacuados ante los tribunales (que tiene vigencia durante toda la sustanciación del proceso hasta el término de la causa, e incluso hasta el total cumplimiento de la pena en caso de sentencia condenatoria; en tal hipótesis solamente el abogado defensor del imputado tiene derecho a conocer la identidad del fiscal, debiendo mantener siempre reserva de la misma).

La primera regla es derechamente una ley mordaza para la defensa. Se entiende que el legislador haya pretendido regular la procedencia de los testigos protegidos, y las medidas de protección en favor de los mismos, y que ello a su vez, haya generado un interesante debate sobre la coherencia de tal institución con el debido proceso (y como equilibrar la eficiencia en la persecución penal con el derecho del imputado a conocer la prueba de cargo), tanto a nivel nacional como internacional (donde la CIDH si bien ha permitido la existencia de testigos protegidos o reservados, ha establecido que una condena no se puede basar únicamente en declaraciones de aquellos). Lo que no se entiende es que el legislador haya decidido suprimir de plano este debate. La constitucionalidad y proporcionalidad de tal cláusula de exclusión evidentemente que puede ser objeto de reproches tanto a nivel nacional (Tribunal Constitucional) como a nivel internacional de derechos humanos (CIDH).

Finalmente, la segunda regla a su turno, es una verdadera consagración legal del verdugo. Si ya resulta sumamente cuestionable que una persona sea investigada por declaraciones de testigos de los cuales desconoce su identidad, que quien dirige la investigación misma sea un ente abstracto anónimo, no solamente priva de la posibilidad de cualquier reclamo singularizado a la actuación del mismo, sino que derechamente impide a la persona sujeta a una investigación fiscal conocer el rostro de la investigación, tal como el enjuiciado a muerte no tenía derecho a conocer la identidad del verdugo en el medioevo, convirtiendo al proceso penal chileno en un auténtico proceso kafkiano.

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